Las texturas del recuerdo

domingo, 20 de junio de 2010

Del espacio del árbol hueco de Mazandrero al mostrador de la tienda en Reinosa.

Mª Jesús González Fernández

Yo nací en Mazandrero y eso me obliga casi a decir “yo” sin remedio ninguno. Yo soy discurso empapelado desde que tenía aproximadamente 13 o 14 años. Y más que las palabras, más que nada, recuerdo las reverberaciones del tacto y la amistad de los espacios. Yo es lo que soy, por eso, y por todas las texturas que me trajeron hasta hoy escrita, descrita, antedicha, resumida, ampliada, inventada, contradicha.

En mi pueblo no había escuela por entonces. No había niños, solo dos. Una era yo y al otro lo mandaron a Montesclaros, pero un día apareció por la carretera andando… Se había vuelto desde allí. Supongo que le agarró la nostalgia de no hacer nada y jugar y revolver, como yo lo hacía, hasta que me mandaron a la escuela con seis años. Lo que más me gusta de esa época es que no existen “las ideas”. De esa época solo recuerdo el pedazo de árbol hueco que anunciaba la entrada al corral de mi casa y pasarme allí dentro horas muertas sola o con mi amigo. Recuerdo la amistad de ese espacio y que allí no me sentía oprimida, a pesar de su tamaño. Allí más de una vez fue a buscarme mi madre cuando no me encontraba. Era como mi segunda casa, a lo mejor la primera. Supongo que pasé todos esos primeros años bastante embelesada, pues esta es condición indispensable para que me venga algo que escribir, para que me visite. Las guaridas: esos espacios que le dan amplitud al alma para “ser” a su medida. Mis guaridas fueron piedras y árboles y ramas y el río… Todavía ese paisaje de la infancia es el paisaje de mis escritos. Mi primer año de escuela lo hice en Proaño con mis tíos Emiliano y Mercedes. Recuerdo, sin demasiados detalles, que fui muy feliz en la escuela y que mi padre me iba a buscar los viernes para que pasara los fines de semana en Mazandrero. Si nevaba, entonces eran 15 días.

A los siete años los “praos” de Mazandrero, las vacas y la hierba dan paso a una tienda con un mostrador de tabla, bobinas y gomas, y alfombras y juguetes, y sombreros y pulseras y pendientes, y colonias, y de todo. Me gusta ese concepto del mundo aún hoy. Me gustan las enumeraciones caóticas. En aquel pequeño “resumen del mundo” las cosas se envolvían en un papel basto agrupado en resmas y allí es donde yo me pasaba las horas muertas de pie o sentada en una banqueta escribiendo en trozos de papel que arrancaba irregularmente, trozos de todos los tamaños con los bordes dentados, trozos de cartón blanco que mi padre sacaba de los pantys de espuma y cristal, trozos… siempre trozos y jamás en un cuaderno. Escribía también en el baño. Me gustaba hacerlo en aquel papel maltratador que se llamaba “el elefante” e iba envuelto en un celofán amarillo que me encantaba. Me gustaban también los papeles de estraza de la frutería o la pescadería, aquellos que tanto se usaban entonces antes de que el plástico lo invadiera todo.

Y así y así, hasta hoy, jamás he sido capaz de darle continuidad a un cuaderno… Siempre escribo en trozos de “algo” que en mis manos tenga ya de antemano “un afecto”, un tacto, un “no sé qué” que me desata las ganas de entintarlo. Si no, no hay trato. La poesía, esa que escribo desde los 13 o 14 años, es sobre todo “formato”. Lo demás viene casi solo. Gané el certamen local de las Justas Literarias hace poco menos de un año. Sin embargo, los premios no hacen a los poetas. Es una afición que nace de lo contemplativo y yo me debí hacer contemplativa allá por mis cuatro o cinco o seis años. Lo sé y sé pocas cosas.

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